Por qué voy a votar a Ada Colau

La primera vez que voté, en marzo de 2000, tenía 18 años y dos meses, una ilusión flipante y unos ideales heredados y aprendidos en casa de los que me he movido poco. Voté a Izquierda Unida con todas mis fuerzas y José María Aznar obtuvo su mayoría absoluta. A pesar de la hostia, mantuve mi voto en toda elección que se me presentó por delante: en el Ayuntamiento de Majadahonda (toda una proeza mantener ese concejal durante tantos años), la Comunidad de Madrid (en los tiempos de Esperanza Aguirre y Ruiz-Gallardón) y en las generales (post 11-M). En 2008, obnubilado por la farsa socialdemócrata de un país avanzado y progresista en el que todos teníamos derechos, se podía tener hijos porque éramos ricos, la ley nos amparaba en la vida digna, las hipotecas eran chucherías y Europa un lugar maravilloso, voté a Zapatero porque me conquistó y porque todo eso se destruiría si ganaba la derecha, y votar a IU era tirar tu voto y total, IU ya iba a apoyar a Zapatero y qué más da. En esas elecciones gané con mi voto, IU tuvo solo dos escaños, pero esa alegría duró poco, los siguientes años fueron un desastre casi sin precedentes que acabaron con todo atisbo de futuro y felicidad para el país. Fue durante esa legislatura en la que decidí que jamás regalaría mi voto a nadie, que nunca iba a caer en la trampa del voto útil. A partir de ahí, derrota tras derrota.

Cuando en 2015 voté a Ada Colau y volví a sentir esa sensación de ganar, tuve la tentación de volver al pesimismo zapateriano y ponerme a desconfiar. El día de la toma de posesión, en la plaça Sant Jaume, con el pueblo vitoreando y Ada Colau bajando a la plaza a reunirse con los suyos, se me pasó esa tentación, algo era diferente. Aquella no era una mujer puesta por un partido, no parecía tener un discurso oscuro ni doble, estaba nerviosa y emocionada, era una de nosotros. Nos contagió, creo, ese nerviosismo ilusionante que te entra cuando tienes una responsabilidad enorme y desconocida que sabes que, si sale bien, acabará por hacer bien a muchos. Y el cambio se notó en las calles, y en las formas. De repente, había concejales anunciando los desahucios que se producirían cada día y se personaban para intentar pararlos. Podías estar bailando cumbia en una fiesta popular y encontrarte a un miembro del gobierno, hombre y heterosexual, con los ojos pintados moviendo el cucu a tu lado. Una vez me acerqué a la regidora de mi distrito para darle las gracias por su trabajo y la respuesta fue, seria, que lo importante era lo que quedaba por hacer, sin ningún tipo de triunfalismo. La alcaldesa se reunía cada dos semanas con los vecinos, visitaba los barrios, los conocía de primera mano, aunque no fueran elecciones. Las asociaciones y los movimientos tenían voz para proponer y exponer. Las políticas de igualdad se iban a los barrios, se reforzaban los servicios sociales, se abrían oposiciones, cambiaban los requisitos para contratar con el ayuntamiento, las políticas públicas se comunicaban en las distintas lenguas que se hablan en la ciudad (como el urdu o el tagalo, ellos también son barceloníes). He podido asistir a presentaciones de resultados de alguna concejalía en las que además de los logros se hablaba abiertamente de los fracasos, de lo que quedaba por hacer, de los errores y en los que intervenían todo tipo de asociaciones y movimientos para aconsejar, quejarse o dar su opinión.

Han sido 4 años complicadísimos, en los que los medios de comunicación, las grandes empresas y la derecha se han dedicado a bombardear toda acción de gobierno en el Ayuntamiento. Y, en ocasiones, la izquierda se ha unido a la fiesta con excusas de lo más peregrinas. La han acusado de querer abandonar la ciudad para irse a la Generalitat, de estar preparando un trampolín al gobierno central, de estar con el 155, de ser independentista, de haberse comprado una casa en Pedralbes, de haber derrochado, de haber permitido el atentado del 15A, de cobrar 8000€ al mes. Y con diálogo, amabilidad, firmeza y mucha paciencia, el gobierno de Colau ha conseguido aprobar una serie de medidas pioneras y, sobre todo, muy valientes, que han puesto más nerviosos de lo que ya estaban a algunos poderes. Algunas de estas políticas son tan incontestables que tienen que inventar historias para atacar. No le han dejado bajarse el sueldo, le han negado la creación de una funeraria pública, se han opuesto con uñas, dientes y campañas de comunicación a la remunicipalización del agua. Pero Barcelona en Comú se ha mantenido firme en sus ideas.

¿Hace falta listar todas las medidas? ¿Me acordaré de todas? Allá van algunas, sin orden, y muchas de ellas ya van en los programas de varias candidaturas para ayuntamientos del estado: creación de un servicio de dentista público, persecución de los pisos turísticos ilegales, creación del primer centro LGTBI de España (y tercero del mundo), obligación a las promociones de pisos de guardar un 30% para pisos a precios asequibles, construcción y promoción de vivienda pública, censo de personas sin hogar, super illas, congelación de los precios del transporte, mogollón de km de carril bici, renovación completa de Bicing, creación de una empresa pública de energía, plan de barrios, Barcelona como puerto seguro, negocios de protección oficial, protocolo No Callem, mantenimiento del MWC, mazo de congresos internacionales, portal de transparencia, protección de las salas de conciertos pequeñas, aplicación de la ley de memoria histórica… medidas para todas, que hacen de Barcelona una ciudad de la que sentirse orgulloso.

Voy a votar a Ada Colau otra vez, esta vez con muchísima más ilusión y esperanza, porque nos jugamos continuar viviendo en una ciudad con unas políticas dignas, centradas en la gente, que intentan construir una ciudad moderna, del futuro, en la que se pueda estar bien. Y, tristemente, las otras opciones no parece que se acerquen a estas exigencias en principio tan sencillas. Dentro de la campaña, sucia como todas, están en un todos contra Colau sin sentido, sin propuestas, en el que intentan personalizar esta legislatura en una mujer que lo único que ha hecho es escuchar e intentar hacer el bien. De hecho, ni repitiendo su nombre, ADA, ADA, ADA, podemos decir que sea una campaña personalista, porque ella no está ahí echándose flores, ella está hablando de la ciudad, de los barceloneses, del futuro, que es el suyo pero sobre todo es el nuestro. Me gusta votar a una mujer a la que he visto llorar de alegría, de rabia, de emoción. Una mujer honesta y decidida, que no se avergüenza de ser de izquierdas y decirlo, que no tiene miedo de repetir que sus valores son republicanos, feministas, antifascistas. Voto con alegría a Ada porque me siento identificado con ella y su proyecto, porque he aprendido de ella.

Esta semana he estado en dos actos de campaña de Barcelona en Comú. Los he disfrutado con un gorrino. Son actos llenos de amor y risas, con sus mítines, claro, sus propuestas y sus balances. Pero también incluyen charlas, música y arte. El miércoles, por ejemplo, Miquel Misse moderó una charla entre Ada Colau y Jean Wyllys, primer homosexual electo como diputado en Brasil, que se autoexilió tras la victoria de Bolsonaro porque temía por su vida. Wyllys dio varias lecciones sin victimismo, nos habló de su gestión como servidor público y remarcó la necesidad de combatir la lgtbifobia y el machismo, además de tener claro que dentro de nuestro propios colectivos hay personas con más derechos que otras. Ayer, en el acto central de Plaza Catalunya, Ada lloró de emoción, interpeló a unos activistas que fueron a reventar el acto de manera amable y empática, y nos habló de tú a tú. Como una ciudadana más. Por eso voy a votar a Ada Colau, porque, en realidad, todavía sigue siendo una ciudadana más de la ciudad.

Quiero acabar esta carta de amor al gobierno diciendo que estaremos vigilando, como siempre, que no nos conformaremos. Y pidiendo a todas que vayáis a votar, que nos jugamos la política del día a día. Esto va de servicios sociales, de calles limpias, de suministros. De nuestras vidas.

(Todas las imágenes son de la cuenta de Twitter VotaAda, una maravilla)

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