Terapia obligatoria

Un amigo me escribió después de leer la entrada anterior, un poco preocupado, y estuvimos charlando por whatsapp un buen rato y esa conversación me sirvió mucho para ordenarme y estar más tranquilo. La conversación, divertida y liberadora, giró alrededor de muchas cosas, pero sobre todo de una: el ambiente general que se ha creado en el país. Nos dimos apoyo mutuo al descubrir que teníamos unos sentimientos bastante afines sobre las dinámicas generadas durante la pandemia, de las cosas no ya que se pueden decir o hacer estos días, sino también de las que se pueden pensar. Ese momento en el que descubres que alguien cercano piensa lo mismo que tú sobre algo de lo que no te habías atrevido a pronunciarte. Y no tiene sentido no hacerlo, porque es lógico llegar a conclusiones parecidas con gente cercana personal e ideológicamente.

Y es que en esta realidad que parece inventada pero que es más real que nada y que supera cualquier extremo de imaginación, hay ciertos rituales que se han establecidos y de los que no parece prudente disentir. Y esta disensión prohibida puede venir de raíces ideológicas o personales, siempre haciendo uso de la poca libertad que todavía nos queda. Son rituales, también frases hechas y consignas, bañados en lenguajes de guerra y expresadas en términos épicos de heroísmo y país, directa o veladamente. Cualquier desviación se convierte en crítica y denuncia, en un mal ciudadano. Reconocer que estamos mal, mal de verdad, como país, como sociedad, como ciudad, como vecindario, como personas, molesta y debe ser tapado. Solo se acepta si es con chascarrillo, con una anécdota de lo locos que nos estamos volviendo. Unas risas con las depresiones que se multiplican. Participo activamente de ello, en redes sociales. No me escondo. También reconozco que he intentado hacer lo otro, lo de hablar de estar mal a veces, y he recibido poca respuesta. Lo entiendo, por supuesto. Y además sé que esto no me pasa dentro de mi propia casa, siempre es hacia el exterior <3.

Aplaudí los dos o tres primeros días a las 8 de la tarde y después dejé de hacerlo. Caceroleé también, con menos éxito en el barrio (tampoco con fracaso). Dejé de hacerlo naturalmente, un día oí los aplausos y no salí, y al siguiente tampoco, otro día hice el amago pero algo me parecía que estaba mal, que no era correcto. Sin embargo, no lo he comentado en los diversos grupos de whatsapp en los que estoy metido, en los que gracias a Marx por lo general no hay mucho visillo ni vigilancia, tampoco hablamos de lo mucho que aplaudimos. Esto se relaciona también con las decisiones unilaterales disfrazadas de buen rollo y felicidad que llevan a algunos energúmenos a atronar a sus vecindarios con música a todo volumen que no saben si molesta y experiencias por el estilo. La primera semana, y según escribo esto se me ocurre que pudo ser el detonante de mis pocas ganas de aplaudir, estaba trabajando bastante concentrado y estresado en mi cocina, el único lugar en el que puedo estar dignamente, y a las 11 de la mañana empezó a sonar a un volumen poco digerible el what a wonderful world en versión ukelele anuncio de seguros. Trabajo con música y dejé de escuchar la que salía de mi ordenador, a 50 centímetros de mi oreja, para horririzarme sin voz ni voto con esa mierda, que detesto y que, sobre todo, no he elegido escuchar. Tuve que salir al patio interior y pedirle, tragándome mi mal humor y amordazando al grinch que vive en mí, que por favor bajara el volumen. Si lo hubiera bajado y ya, todo habría seguido sin más, pero su respuesta fue: «solo quería transmitir un poco de buen rollo al vecindario». Esa frase me hizo click, me hizo sentirme pequeño e indefenso, agredido por un optimismo desatado, desvalido en mi miseria no beinvenida. No comprendo el proceso mental que te lleva a atronar a tus vecinos, entendiendo que tus ejercicios personales son aplicables a toda la población (a tu alrededor). No es optimismo, es actitud infantil y narcisista.

Ojo, el optimismo me parece fetén, me da envidia algunas veces, imagino que además será una herramienta perfecta para pasar momentos difíciles. Mi problema viene con este optimismo obligatorio e infantil, esta piña social tan espontánea y, por tanto, poco reflexionada. Una piña fuerte y apretada en la que la disidencia es atacada, interceptada, controlada y neutralizada, y cuyas maneras son aceptadas aunque incluyan la violencia y la humillación. Hemos validado el ataque según venga bien o no a la unidad, pero ese venir bien no se ha decidido en piña, lo ha decidido la naturaleza y el instinto, valores no necesariamente positivos. Así, y sabiendo que son casos puntuales (faltaría más), se dan escenas distópicas de ciudadanos increpando a sus vecinos que van por la calle, notas en ascensores tratando a vecinos como apestados, denuncias a la policía, miradas acusatorias por no aplaudir, control de las veces y del tiempo que sales de tu casa. Sin saber las circunstancias particulares de cada cual. Se está normalizando ser un espía a sueldo de no se sabe quién, porque ni el Estado ni el Gobierno ni la Oposición ni las Instituciones ni los Medios de Comunicación ni Nadie lo ha pedido, no ha habido ninguna sugerencia por parte de ningún estamento de poder de convertirnos en malísimas personas en nombre de una bondad, optimismo y responsabilidad individual, colectiva e interplanetaria. Se hacen más mainstream el lololó, los valores vacíos, el bullying disfrazado, la pertenencia por la pertenencia. Y la creencia colectiva de que todo se hace por un bien común que, como en muchas otras ocasiones, es el bien de unos cuantos.

Como intenté expresar (de aquella manera) en la entrada sobre mi ansiedad, creo que tenemos que buscar lo que nos vaya bien para estar lo mejor posible, y esto puede incluir no estar permanentemente en un estado de optimismo exacerbado. Pero si lo que nos va bien consiste en machacar al otro, es probable que necesitemos darle una vuelta. Digo yo, vamos. Sospecho, y quizá me equivoque, que mucha de esta gente que aplaude y además obliga a que los demás aplaudan, aunque no les apetezca, que gritan por las ventanas a niños autistas y a trabajadoras de cuidados, de alimentación, de servicios básicos, sanitarias, que vigilan lo que hacen los demás y denuncian, graban, tramitan, juzgan y sentencian, digo, mucha de esa gente me da la sensación de que además ha votado en contra del país (dentro y fuera) y de que no tiene muy claro por qué o quiénes aplaude, solo tiene claro que ellos aplauden, que ellos quieren pinchar para el buen rollo, que ellos están en casa muy bien y que los demás, por la gracia de su coño, también. Y que muchos de ellos pensarán que el estado da paguitas, pero hacer ertes no entra en su categoría de paguita. Por mi parte, seguiré con lo mío, considerando que es normal esta mal, que negar la dureza de la situación solo servirá para reprimirse y alimentar la ansiedad.  Seguiré reforzándome en mis ideas, además, no quiero caer en las trampas fáciles que nos ponen cada día. La ideología es más necesaria que nunca, que si realmente nos creemos todos los castillos en el aire que se están construyendo («saldremos mejores de esto», «la sociedad española se está comportando», «somos la leche» «lolololoooo lolooooooloooo»), tenemos que empezar a rellenarlos de contenido (ideológico, siempre) y poner pilares que aguanten ese contenido, fuertes, duraderos. Quiero acabar con una idea que me ha gustado mucho, que oí en EPSA, y que me parece clara y me acojona: no saldremos de casa hasta que no dejemos de aplaudir.

 

Comments
One Response to “Terapia obligatoria”
  1. Honestísima y necesaria reflexión. Hay que salir del closet de la disidencia. Cada cual, como lo sienta por dentro.

    Y como le dijo Noemí a Gloria: «la amiga soy yo».

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