Donde no me llaman: homofobia de baja intensidad
2016 no es un año demasiado diferente a los demás. Sin embargo, ha comenzado con unos meses mogollón de violentos, cargados de titulares y sucesos que se repetían demasiado a menudo y que ponían la mosca detrás de la oreja. Fue hace unos días que me di cuenta con la denuncia de Arcópoli: las agresiones LGTBfobas estaban en los medios más de lo habitual, y ni siquiera se reportan todas las que son. La asociación contaba que solo en Madrid se habían producido 24 agresiones homófobas en los dos primeros meses del año. Rita Maestre, por su parte, contó como se burlaron de ella integrantes de otros partidos en una reunión cuando habló de las agresiones LGTBfobas de la capital. Y solo cuentan las de la capital. En lo que llevamos de año fuera de Madrid han ocurrido unas cuantas cosas también:
- En Sevilla un grupo de amigos denunció que les echaron de la discoteca Antique Teatre y les llamaron «maricones de mierda». La discoteca lo desmintió usando unos argumentos que suenan ya viejos: que los maricones tienen mucho dinerito y les interesan y que incluso hay maricones trabajando para ellos, lo que, según ellos, implica automáticamente que la seguridad del garito no pueda estar compuesta de bestias.
- En Granada un chico transexual fue agredido al grito de «nunca serás un hombre». Los agresores, de apenas 20 años, invocaban a Franco y la degeneración. Le dieron una paliza entre varios. Dani, el chaval, lo contó en un vídeo de Youtube estremecedor.
- Un profesor de la Universidad de Santiago de Compostela dijo durante su clase, entre otras lindezas, que la homosexualidad es una alteración congénita o un vicio y sigue dando clase mientras que los estudiantes que le hicieron un escrache como protesta se enfrentan a 5 meses de cárcel.
- Un matrimonio, también en Santiago de Compostela, fue agredido en un supermercado y, lejos de amedrentarse, los agresores los siguieron hasta el hospital donde habían ido a tratarse la agresión y siguieron acosando.
- El presidente de una peña flamenca de Cádiz, al declinar Miguel Poveda hacer un concierto en un ciclo que estaba organizando, decidió que lo mejor era dejarle un mensaje de voz diciendo que era un «pedazo de maricón». Y excusándose, una vez más, en que maricón es una palabra que se usa mucho.
Esto último, que no es una agresión física, lo incluyo para enlazar con otro de los temas latentes de todo el asunto: la homofobia de baja intensidad, la supuesta normalización usada como arma y no como derecho. Me explico: cuando alguien expresa de manera verbal, en alto y en público su homofobia y se le rebate, la respuesta suele ser defensiva: que si queréis igualdad y derechos y ser tratados como seres humanos también tenéis que aceptar los insultos, que si tengo muchos amigos maricones (casi nadie tiene amigas lesbianas, qué cosas), que qué manía de pensar que todo es un ataque, que en otros países es peor, que no hay mala intención, que qué piel más fina… En fin, algo que, por ejemplo, toda feminista vive cada día cuando intenta poner orden en la sociedad. Parece que con lo que hay ya hay que conformarse, que si no queremos volver a la oscuridad lo suyo es que nos dejemos vejar un poquito, que la cosa no cambia de un día para otro. Parece que, con esto de que la sociedad avanza (que es mentira), no podemos quejarnos, ya que las cosas llegan solas, de manera mágica. Parece que intentar acelerar los procesos es algo horrible. ¿La forma de no sufrir violencia, homofobia de alta intensidad, pasa necesariamente por permitir la homofobia de baja intensidad, para que los que han sustentado los privilegios desde hace siglos tengan una transición de la mala onda a la normalización tranquila y sin baches? NO.
No solo han tenido que aceptarnos, sino que además ahora tienen que entender que la manida «normalización» pasa por lo positivo, no por lo negativo. Es decir: que todos tengamos los mismos derechos y seamos aceptados como parte de la sociedad como uno más implica que ahora debemos ser respetados como los demás, no que se nos pueda vejar, insultar y maltratar, sea de broma, en confianza o lo que quieran llamar. Es, simple y llanamente, aquello de entender la incorrección política como una manera lícita de ser racista, homófobo, tránsfobo, machista, clasista, xenófobo, escudarse en que «es que ahora no se puede decir nada porque siempre habrá alguien que se ofenderá». La corrección política no coarta tu libertad de expresión, sino que tu libertad de expresión, en muchos casos, supone un delito de odio. Y ahí, exactamente, está la diferencia y el límite.
Pensé esta entrada por un par de episodios que aclaro, de entrada, que no supe manejar bien. Suelo ser una persona bastante cauta en la oficina: es un espacio compartido por gente diferente que no está ahí por afinidad al resto ni por elección, sino por necesidad, porque hay que trabajar, porque han caído allí. Por eso, no puedo pretender, por muy bien que me lleve con algunos, que mis opiniones puedan no chirríar. Intento ser cordial, educado y, quizá, adoctrinar un poco cuando salta la oportunidad sin cabreos ni discursos para la posteridad, que luego te lo andan recordando. Sin embargo, es evidente que desde la heterosexualidad más normativa, la dominante, decir en voz alta lo que uno piensa, sea lo que sea, no es un derecho, sino un deber. Pasa mucho cuando se habla de mujeres (que si esta es una zorra, que si esa es una puta, que si está gorda, que si se ha operado… y lo sueltan así en alto como si nada) y de extranjeros. Así, hace un mes y medio tuve que escuchar, porque fue una conversación en voz alta delante de TODA la planta donde trabajo, cómo dos compañeros (un hombre y una mujer normales, heterosexuales, casados y como Dios manda, eso sí, muy progres y abiertos y con amiguitos maricas all over the world) hablaban de una mujer que ambos conocían sorprendidos de que fuera lesbiana. No solo era lesbiana, sino que además, ADEMÁS… ¡NO LO PARECÍA!. Pero sí era lesbiana, porque está con otra mujer. Otra mujer que a ellos sí que les parecía más lesbiana (aunque no mucho: grados de lesbianismo, el concepto). Uno de ellos dijo, literalmente, «nunca hubiera dicho que es BOLLERA». Mi rabia debería haberme llevado a, igual que ellos, expresar en voz alta, delante de todos, lo que estaban haciendo mal. Que eso no es normalizar nada. Eso es etiquetar, es señalar a alguien por su condición sexual y apuntar que «no lo parece», es decir, que la tía parece normal, pero luego va y tiene una relación sentimental con otra mujer. Pero no hice nada. Por temor a enfrentarme a una excusa, a su defensa de su derecho a ser políticamente incorrecto, a ser homófobo. Por temor a que me dijeran que la libertad de atacar y ser atacado es normalidad.
(en este hilo lo conté, más o menos)
Unos días más tarde internet bullía con la posible relación de un famoso bloguero con un famoso cantante, relación que ninguno de los dos ha desmentido ni confirmado. A la hora de la comida, la sorpresa por la posibilidad de esta relación llevó a una compañera a decir que el cantante «no parecía gay». Y ahí fue cuando pensé: yo también caigo en esas etiquetas, de pensar que alguien «parece» gay o no, porque a mí sí que me parece lo que la masa entendería por «gay»: que se cuida, sensible, sin información de su vida privada relacionada con mujeres, con un pasado instagramero de viaje exótico con otro cantante abiertamente homosexual… No sé, de repente algo hizo clic: a mí sí me «parecía» gay, pero a ella no. Y ahí vi lo absurdo de todo y lo dije en voz alta: le pregunté que me explicara qué características hacían que alguien pareciera gay o no. Y, lejos de decírmelas, se puso a la defensiva diciéndome que «eso se nota». ESO. Y ahí fue donde decidí hacer un poquito de doctrina (no sé si llamarla transfeminista, por eso de la transversalidad, en cualquier caso, doctrina no heteronormativa). Mi sorpresa, lo reconozco, fue que explicar que pensar en los demás en términos de maricón o no caló en algunas personas, y eso me hizo medio feliz, vi un atisbo de esperanza.
Cuando ocurrió pensé en contarlo por aquí, hacer una reflexión sobre el tema, y el bloqueo creativo y el agobio general me lo impidió. Entonces, apareció este artículo sobre las políticas LGTB* en el mundo empresarial y pensé que quizá eso es lo que haga falta: más formación. Y me di cuenta al leerlo de que ahora mismo yo no tengo ningún problema en mi oficina, nadie me acosa ni me odia por maricón (sería demasiado evidente, porque soy el único en una plantilla de unas 60 personas), pero que si cambiara de trabajo a lo mejor tendría que ir con cuidado con hablar de mi vida privada libremente. Y eso es algo que, por ejemplo, los heteros que vociferan que alguien no parece lesbiana NO tendrán que temer nunca. Y pensé que si consideran normal la homofobia de baja intensidad y nadie hace nada para recordarles de vez en cuando que eso no es normalidad, quizá vayan tensando la cuerda de lo que es normal y lo que no y acaben subiendo la intensidad. Y el resultado de eso es lo que abre este texto.